martes, 5 de enero de 2016

12. EL SENTIDO DEL RIDÍCULO





Capítulo 2: (Fragmento del libro)
El sentido del ridículo es algo que se adquiere con la edad.

Cuando eres más pequeño, tienes mucha menos información de lo que está bien y lo que está mal -para los demás-, por tanto, suelen darte igual cosas que de mayor evitas. Perder esa inocencia es triste, pero más triste es la pérdida cuando además va acompañada de eso, de un cada vez mayor sentido del ridículo...
Debía tener 8 años y ya gastaba moda propia. Como mi madre trabajaba, no siempre podía inspeccionar la ropa que me ponía para ir al cole que, todo sea dicho, no era muy distinta a mucha de la que uso ahora. Mis vestidos de verano favoritos solía combinarlos con camisetas gordas de manga larga, que me colocaba debajo para no helarme. Sandalias con calcetines, camisetas de tirantes sobre jerséis de cuello vuelto... En fin, que no estaba nada concienciada de que la verdadera utilidad de la ropa de abrigo era ponérsela una cuando hacía frío y, la fresquita, para los meses calurosos.

Por eso, en cuanto tenía ocasión y nadie me vigilaba, salía echa un fantoche a la calle... Eso sí, muy digna y con la cabeza bien alta.


Entre mis modelos preferidos contaba con un vestido verde de japonesa (en realidad estoy ahora dudando si era para vestir o era un disfraz, por el tipo de tejido). Tenemos que sumarle a mi ansia de vestirme sin ser aconsejada, el que, entonces, me tocaba ser la pequeña de tres hermanas. Eso quiere decir que si nos hacían tres vestidos iguales, yo sólo “estrenaba” el primer año, y los restantes iba heredando y heredando lo que a mi me parecía el mismo vestido (pero usado), y que eran los de las dos hermanas restantes.
De ahí mis ganas de lucir ropa distinta y única...

Aclarado esto, continuemos con la descripción del vestido verde de japonesa: tenía el pecho cruzado, como los auténticos de Japón. Iba ceñido hasta donde terminaba el pecho y con estampados verdes y blancos, como los de las gueishas... (Bueno, tanto tanto... no. Parecidillo...). No era tan largo como los de ese país, pero las mangas se ensanchaban hasta la mitad del brazo, pareciéndome a mí las más japonesas del mundo (estoy pensando que por lo corto del vestido y de las mangas, pudiera ser que me quedase pequeño, pero como era flaquilla, me entraba divinamente).

Lo acababa de descubrir en un armario aquella mañana, y decidí esconderlo bajo el colchón esperando a tener uno de esos días en que elegía yo mi ropa y nadie me daba el visto bueno.


A la vuelta del cole, decidimos hacer un alto en una papelería que tenía una tía mía, que nos pillaba de camino a casa. Desde lejos, frente a la puerta, vi un bulto -como una gran bolsa- encima de un coche que había allí aparcado. No dije ni “mu” a mi hermano, que iba a mi lado, hasta que estuve muy cerca. No quería que se me adelantase. Entonces, di una carrerita rápida, agarré la bolsa como pude (porque estaba alta para mí) y compartí mi secreto con él, entusiasmada... Con muchos nervios la abrimos y dentro encontramos una grandísima caja de esas de las zapaterías caras. De calzado andaba regular, así que fuera lo que fuese, sería recibido con alegría.-Lo más importante -pensé- es que es “NUEVO”. Nuevo a estrenar. Nuevo de la tienda... Nuevo.- Me temblaba todo por la emoción, por lo que cedí a mi hermano el honor de abrir la caja. Y... ¡eran unas botas camperas!. Unas botas negras, relucientes, de tacón casi cubano, con adornos hechos a base de costuras de hilo gordo... Preciosas.

Por supuesto que miramos a un lado y a otro por si tenían dueño, mas con alivio por mi parte, comprobamos que estaban solas. Olvidadas. Unas botas altas, nuevas que, decidimos, serían para mí, por haberlas descubierto la primera...


A la mañana siguiente no había moros en la costa en casa. Los astros me acompañaban. Podría ponerme la ropa que quisiera, así que no dudé en sacar de su escondite el vestido verde de japonesa.

Como hacía frío, me puse un jersey de cuello vuelto (color granate oscuro) debajo. Entre la tela finita del vestido, las mangas por los codos, el verde manzana y las botas camperas, debía estar para una foto, pero a mí me pareció que me quedaba estupendo el modelito... Claro está, aún no tenía sentido del ridículo. Me miraba al espejo del armario de mi madre una y otra vez y, me sentía guapísima. A esas edades una se arregla sin pensar en nadie, sólo en una misma.

Me sentí una princesa del Japón. El corriente aspecto pobretón que portaba en esa época había desaparecido milagrosamente...Salí de casa en dirección al cole, y quise creer que el sol brillaba más que nunca. Por primera vez sentí las miradas de los demás. Mi nariz estaba congelada, puesto que no había cogido abrigo alguno para que se pudiera admirar mi super vestido verde de japonesa, pero no me importaba... Las cabezas se giraban sin parar a mi paso, por lo que deduje que la belleza de mi modelo no era indiferente a los vecinos del lugar....

Eso sí, me pareció que me costaba un poco doblar las rodillas al andar. Pero, claro, ¡es que no estaba acostumbrada a lucir unas botas camperas tan formidables!...


Me senté en clase en el primer pupitre, como siempre. De esa manera podrían también disfrutar de la visión del “conjuntito” todos los alumnos al entrar...Debía llevar ya una hora sentada cuando advertí que me dolían las rodillas cada vez más. Tenía también un escozor considerable un poco más arriba de las articulaciones de la pierna, por la zona de atrás mayormente. Como algo clavado. No le di importancia, ya me acostumbraría con el uso de tan singular calzado...

Cada vez se me hacía más complicado mantener las rodillas dobladas, pero, “cuando uno se sienta en un pupitre -pensé- esa es la manera correcta”. Aguanté la postura casi una hora y al final decidí estirar las piernas para aliviar mi dolor... Y entonces ocurrió el desastre...

Antes, hablando del sentido del ridículo, no mencioné una cosa muy importante: que si uno no siente vergüenza, parece que nadie nota nada. Pero basta que una empiece a cortarse por algo, para que una alarma se conecte alrededor, haciendo que el mundo entero note su problema.


Por ejemplo: estás con los amigos, estornudas, se te sale un moco, te limpias con naturalidad con un pañuelo y todo se queda ahí. En cambio si estás con los mismos colegas, te ocurre lo mismo y, te pones colorada con cara de corte, la carcajada estalla al momento y quieres morir...

Pues bien eso fue lo que me pasó. Cuando estiré las piernas, las puntas de las botas aparecieron casi en mis narices por delante del pupitre (eran de la talla 42, detalle super importante en el que no me había fijado) y, grité lo más suavemente que pude, del susto que me di. La alarma invisible se conectó inmediatamente. Mi compañero de atrás -que aún recuerdo su nombre, del trauma- me dio un toquecito en la espalda, susurrando:-¿que te has puesto, las botas de tu padre? je, je, je...-.



Al minuto comenzaron las risitas por diversos sectores de la clase, mientras yo, con la cara encendida, el cuello ancho y, los ojos muy abiertos, comprendía el porqué de mi dolor de piernas. Tenía 8 años y me había puesto unas camperas del 42, tan altas -ahora lo veía todo claro- que me sobrepasaban las rodillas. ¡Por eso no podía doblar las piernas! De ahí que me miraran todos al pasar... Las carcajadas siguieron y siguieron, mientras mi faz pasaba a ser un tomate murciano.


Además, como me quedaba al comedor, no cesaron hasta las cinco de la tarde en que salí del cole. Y continué escuchándolas por la calle, hasta llegar a mi hogar. Porque mientras no me había dado cuenta, era como si nadie percibiese nada. Pero en cuanto el sentido del ridículo afloró en mí, el planeta entero rió de mis botas del 42.

Recuerdo cada instante de ese día, mas no puedo acordarme qué fue de ellas, tan negras, tan brillantes, tan nuevas...

Ni que decir tiene que NUNCA he querido botas similares, ni tan siquiera camperas. En cambio, mi sentido del ridículo siguió creciendo conmigo...

2 comentarios:

Gorpik dijo...

Jo, debiste de pasar un rato entretenido con las botas.

Mi sentido del ridículo va desapareciendo con la edad. Al menos, para estas cosas sin importancia que causan risa en los demás. Por lo general, yo también me río de ellas.

Claro que viene a ser lo que tú misma dices. Si tú no les das importancia, los demás tampoco.

Anónimo dijo...

Que bueno mi niña, eres AUTÉNTICA como tú sola, esas cosas sólo se te ocurren a ti.
Que ganas tengo de volver a oirte cantar y escuchar por todas partes ese nuevo disco que deseo que pronto esté en la calle y que todos podamos disfrutar de tus historias cantadas.
Que ganas de poder volver a asistir a un concierto tuyo en directo y pasarlo bomba.
Un besazo enorme,

María