martes, 5 de enero de 2016

20. EL PAVO FELIPE






Lo más entrañable que recuerdo de mi etapa escolar eran las vacaciones; verano, semana santa, Navidad... A medida que crecemos y nos independizamos, empezamos a enterarnos de lo complicado que a veces resulta organizar las reuniones de parientes, por ejemplo, de Navidad: que si tú “traes los aperitivos y yo el Champán”, “la tita preparará la ensaladilla y tu hermana la carne”, que quién va a ir “a recoger a la abuela”... Pero con diez o doce años, mi única misión en esas cenas familiares era la de montarme en un coche y dejarme llevar...

La mayoría de los vegetarianos no lo somos del todo. En ocasiones, por no dar explicaciones o por educación, comemos carne. Aunque no pasamos el límite del pollo o el pavo. No me como unos caracoles ni unas manitas de cerdo ni de coña, pero si estoy invitada a una cena que tiene algo de pollo, como y callo, evitando así el típico debate sobre lo necesario de la proteína animal en mi vida, o que muchos tejidos de mis prendas de vestir están hechos de los animales que presumo no engullir... En fin, esas cosas que defienden hasta la muerte los carnívoros. Lo ya se sabe es que, en mi caso, dejé de comer ciertos animales únicamente por traumas personales. Ya en el instituto, por ejemplo, me encontré en plena calle un cordero adulto (cerca de la facultad de veterinaria, se habría escapado) y descubrí que su olor era semejante al de casa de mi tía en nochebuena. Deduje entonces que lo que yo suponía aroma a salsa del asado de ese animal, no era sino el olor propio del cordero vivo. Me dio tanta impresión aquel “momento” que decidí no comerlo nunca más, que todo sea dicho, tampoco es que me hiciera mucha gracia... Y es que además del asado, esa rama de mi familia acostumbraba a jalarse las cabezas del cordero...

Aunque estaban partidas en dos mitades simétricas, se podía reconocer en ellas la carita del animalito que fue un día, con sus dientecitos, su lengüita, sus sesitos, y ese ojito que salpicaba al pincharlo y que -comentaban entre ellos- tenía un toque picante... Y esta grima que me empezó a dar el cordero, vino acompañada de sensaciones extrañas con cualquier clase de carne “mayor” (vaca, ciervo, cerdo con orejas...). Las chuletas, colocadas en la plancha al fuego, se me tornaban personajes tomando el sol boca abajo, apoyando sus manos en la sartén caliente para girar la cabeza y mirarme con cara desencajada, pareciendo decir:
-¡Uf! Hace calorcillo, ¿no?-. Así que abandoné por completo la posibilidad de volver a comer filetes, permitiendo sólo ocupar mi nevera a las carnes “menores” -como los semivegetarianos- tipo pavo y pollo. Y en mi caso, únicamente al pollo porque a partir de mi experiencia con Felipe, el pavo ocupó también su lugar en la vitrina de lo que no se toca (todo gradualmente, hasta hoy, donde la carne no tiene espacio en mi lista del supermercado).

Era Navidad, y la pasábamos en casa de mi abuela de Córdoba. Sólo a mi madre se le pudo ocurrir comprar un pavo vivo un 18 de Diciembre: ¡seis días antes de la cena de Nochebuena! Entre murmullos y gritos de sorpresa de la familia al verlo, escuché que había costado muy caro y que una vez relleno pesaría unos 20 kilos. ¡Mamma mía, 20 kilos...!

Cuando la vivienda volvió a la normalidad después de la emoción, salimos al patio para verlo una vez más y de cerca. Era impresionante, gigante... Y qué raro era eso que le colgaba de la nariz (bueno del pico)... Entre unos y otros barajamos qué nombre ponerle y, la verdad es que tenía cara de Felipe. En ningún momento se nos avisó de no encariñarnos con el pavo, ni caí en que él estaba en mi casa para ser devorado en una cena. Pobre...

Era Diciembre, así que colocamos a Felipe su chaquetilla de chándal, con gorro incluido que, con su culo muy gordo y su cuello largo, rellenó perfectamente. Al cuarto día de estancia en casa era uno más de la familia. Al grupo de fans del pavo se unió una tía, de la que mi madre se reía porque contó que le puso por la noche una manta, y Felipe -con cara de alivio- le dijo algo así como:
-¡aaaaayyyy....!- del gustito del calorcito. Estábamos encantados todos. Se lo enseñábamos a las vecinitas, jugábamos con él, le dábamos comida, nos seguía moviendo su cuello como un camello....

...Y amaneció el día 24. Mi abuela, madrugadora, cogió un cuchillo de esos de película de terror y pidió voluntarios para “matar al bicho”. Los niños lloramos, mi tía desapareció, y mi madre... esa que trajo el pavo y que se reía de que durmiera con manta... ¡huyó de la casa también sin hacer el menor ruido!
Recuerdo perfectamente los chillidos del animalito, pero más los de mi abuela que se las vio negra para conseguir degollarlo. Gritaba y gritaba porque no podía agarrarlo, se le escapaba, le picaba... Felipe murió, no sin antes destrozar sus piernas. Fue una dura batalla, pero al menos se defendió.

...Y ahora, si me disculpáis, pediré cinco minutos de silencio. [...]

Durante el resto del día, y con las pantorrillas sangrando, la que sumió en las tinieblas a Felipe se dedicó a rellenarlo. Ninguno de la familia entró a ayudarla. El silencio de la cocina solo se interrumpía por sus propios murmullos, donde criticaba a quien no la ayudó, juraba no volver a matar un pavo de nadie, hablando cosas muy pero que muy feas....

...La noche llegó y con ella la cena... que más que cena de Navidad se convirtió en el velatorio de Felipe. Nadie (y cuando digo “nadie” me refiero a “nadie”) comió. Todos sentados en torno al pavo relleno de qué sabe nadie... Cabizbajos, y con los ojos llorosos... Mi abuela hizo el intento de trincharlo en un par de ocasiones, pero como ni siquiera tenía el apoyo de mi madre después del asesinato, desistió. Masculló entre dientes alguna maldición, comió otra cosa de la mesa y calló... Con Felipe inerte frente a nosotros, el hambre se esfumó y, a su lado, el alma de un inocente.

Al día siguiente, para comer había sopa, que nadie comió por si tenía Felipe. Al otro pusieron albóndigas, que tampoco tuvimos el gusto de probar por el mismo motivo. Así estuvimos con nuestro trastorno algún tiempo más. Por lo que Felipe fue a la basura. Nunca más se compró un pavo en casa, y nunca más lo comí yo... o al menos eso pensaba... Y es que hace unos días, recordando a mi madre la anécdota de aquella Navidad, entre risas me confesó que “de eso nada”. “Que a ver si yo me iba a pensar que con el hambre que había en el mundo ella se iba a permitir el lujo de tirar 20 kilos de pavo a la basura”. Así que según parece fue echando poco a poco trocitos de Felipe en los macarrones, croquetas, empanadillas, hamburguesas, estofado...y en el resto de las comidas de aquella nefasta Navidad. Llevo unos días petrificada por este motivo...

Me ha dolido más que el engaño de los Reyes Magos... Lo juro.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

esto va directo a rumores eh

Unknown dijo...

Bueeeno, las cosas no son así en realidad, nada es lo que parece.

A los ocho años, un pobre indocumentado me asaltó en el patio del cole de los tocadores de niñ... eeeh, de los Maristas, y me anunció que "los reyes son los padres".

Infeliz.

El muchacho era de familia católica, y de férreas convicciones cristianas, que yo me pasaba entonces, como ahora, por los plexos hemorroidales y la zona perianal. Así que le pregunté si creía en la virginidad de María, en el Espíritu Santo, en que Cristo era dios en persona, en sus milagros, en los ángeles, en el Cielo, en el Infierno, en la Santísima Trinidad, y demás desvaríos; siendo así que el pobre crédulo tenía fe ciega en todo ese rosario de desafueros.

Y en aquel tiempo le anuncié: "en verdad, en verdad te digo, que tiene más sentido creer en los reyes del Oriente que en todo eso que tú crees. Puedes ir en paz".

Lo contó en su casa y casi me echan del campo de concent... del colegio.

Vaya, que los reyes magos existen, y si alguien te ha contado algo diferente no tiene ni idea de qué está hablando, y si no que lo demuestre.

En cuanto a Felipe... pues claro, al leerte se le coge cariño (es que también manda suevos de ponerle "Felipe"), yo casi he llorado al leerte (es mentira, bueno, es cierto, pero de risa), pero míralo de esta manera, mujer: ahora Felipe forma parte de ti, estará contigo para siempre (música romántica tipo el Canon en D de Pachelbel), será… será como si él y tú os hubieseis fundido en un proceso de fagocitación.

"Felipe habita en mí", o "Todos somos Felipe"; piensa en cosas así como inspiración para nuevas canciones.

De naaada mujer, me gusta obrar el bien. Ah, y que... (no te me enfades)... leer esta entrada tuya me ha dado hambre, pero tela de hambre, y hambre de carne de animales muertos. Hija, al fin y al cabo, los animales comestibles se alimentan de vegetales, así que en realidad todos somos vegetarianos.

Todos somos Felipe.

Laus Deo gratia plena